lunes, 16 de julio de 2012

Margot





Margot era esbelta y armónica, su pelo cobrizo ligeramente ondulado caía hasta su cintura perfilando aún con mayor perfección cada una de sus curvas, cada uno de sus vértices, cada uno de sus rincones. Su tez pálida la convertía en pura porcelana: suave, perfecta... y fría. Sus movimientos siempre estaban en sintonía, eran como bailar.


Tenía una mirada que nunca llegué a comprender. Era complicada, como su vida, como ella. Y aunque sus ojos verdes y sus labios color carmín te invitaran a devorarla, quizá aquella tan sólo fuera su máscara, su máscara para que nadie dañara sus alas. Porque al abrazarla, al acurrucarte junto a ella y sentir el frío de su piel -y de su alma-, sabías que era frágil, que era verdadera porcelana, y que se podía romper en cualquier momento. Os aseguro que era la reencarnación de la Venus de Boticcelli, sólo que Margot no era de nadie. Era diferente, era un alma libre, era un pájaro delicado y hermoso.


Nunca en mi vida he sido tan feliz como las noches que pasé junto a Margot. Nunca. Y no tiene nada que ver con el sexo, sino con la magia. Ella era pura magia, quizá no lo sabía, pero os aseguro que lo era.


Es verdad que a veces hacíamos el amor, pero ningún orgasmo ha sido tan placentero como escucharla susurrar durante horas en la oscuridad -sobre todo y sobre nada-, o verla cepillarse el pelo mientras se sentaba desnuda en el otro extremo de la cama.


Sus miembros, su voz, sus movimientos... no eran humanos. Supongo que alguien la puso en este mundo para volverme loco, para desmontarlo de principio a fin, para resquebrajarme de arriba a abajo, para hacer de mi vida un galimatías, para destrozar mi mundo una y otra vez. Y en el fondo, o en la más cruda realidad, para hacerme un poco más feliz, porque nadie puede estar triste con alguien como Margot cerca. Nadie. Ni siquiera un tipo como yo.

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